miércoles, 9 de marzo de 2011

Miércoles de Ceniza, comienza la Cuaresma

Hoy Miércoles de Ceniza os presento un articulo que a mí me ha dado que pensar espero que lo disfrutéis. Y que realmente os ayude.
 
Necesitamos la cuaresma.

 
José Fernando Rey Ballesteros
Si no existiera, habría que inventarla. Pero, gracias a Dios, la Cuaresma existe. Y desde el siglo II, cuando apenas duraba los cuatro días que median entre el Miércoles Santo y el Domingo de Resurrección. No tardó mucho el ayuno en multiplicarse por diez, hasta alcanzar, ya en el siglo IV, los cuarenta días, por exigencias del guión. Me refiero, claro está, al triste guión escrito con nuestros pecados, que son los que hacen necesaria la Cuaresma.

No creo escandalizar a nadie si confieso que el inicio de la Cuaresma me produce una terrible pereza. Qué le voy a hacer, en todos estos años no he logrado que me apetezcan los ayunos ni las penitencias. Sin embargo, si logro apartar de un cariñoso manotazo a ese “hombre viejo” que se hace el remolón, descubro que la Cuaresma es un tiempo repleto de esperanza. En ella late un mensaje que debería ilusionar, y mucho, al “hombre nuevo”, si no fuera porque, aplastado bajo el peso del pecado, apenas tiene oxígeno para experimentar ilusión alguna. El mensaje es que la conversión, el nuevo nacimiento, se han hecho posibles. Nada está perdido. Podemos cambiar. Podemos renacer. Podemos, sí, ser santos. La Pasión y Resurrección de Cristo han abierto una puerta que, aunque estrecha, nos muestra a todos el camino de salida. Y no ayunaríamos ni nos entregaríamos a la penitencia si no supiéramos que esa puerta sigue abierta a través de los siglos hacia la eternidad.

La conversión es el paso de la muerte a la vida, y de la mentira a la verdad. No se trata de dos movimientos distintos, sino del mismo, porque la mentira es muerte y la verdad es vida. Por ello, y con el inestimable aunque poco apetecible auxilio del ayuno y la mortificación, llamados a despejar el humo de la concupiscencia, tendremos que comenzar la Cuaresma situándonos ante nuestra propia verdad. La tarea no es nada fácil, y habrá que pedir todo el auxilio al Espíritu Santo. Conocerse a uno mismo, admitir el propio pecado, destapar la miseria que se oculta bajo el ropaje resultón con que nos hemos revestido es tarea sólo apta para valientes. Hay que levantar la seda y desnudar a la mona, que tiene pelos hasta en la espalda. Y, a ser posible, no asustarse demasiado. La pregunta clave, más allá de “qué estoy haciendo mal”, es ésta: “¿Cuál es mi defecto dominante?”. Va referida a ese pecado que, en cada persona, es origen de casi todos los demás. Cuando la pregunta se formula con sinceridad y el examen se realiza con ojos limpios, la respuesta no será del tipo “estoy rezando poco” o “estoy tratando mal a esta persona”, sino más parecida a “soy un egoísta”, “soy un soberbio”, “soy un lujurioso”, “soy un envidioso”, “estoy vendido a la pereza”... Y afrontar esa respuesta no es fácil para la autoestima. Sin embargo, sin un descubrimiento semejante, no puede haber conversión. Porque la verdadera conversión no consiste en pasar de rezar poco a rezar mucho, ni en pasar de tratar mal a una persona a tratarla mejor, sino dejar de ser egoísta para ser generoso, en dejar de ser soberbio para ser humilde... En definitiva: no se trata de “dejar de hacer”, sino de “dejar de ser”, para ser una persona nueva.

Localizado el defecto dominante, y desmantelada la mentira que lo ocultaba ante nuestros ojos, es hora de formular propósitos de conversión y ayuno: por ejemplo, si soy egoísta, tendré que buscar las pautas que me lleven a descentrar mi vida de mí mismo y volcarla en los demás; si soy soberbio, tendré que hacer propósitos encaminados a abajarme y ceder; si soy perezoso, mis propósitos se dirigirán a adquirir diligencia... Pero, por acertados y concretos que éstos sean, no podremos cumplirlos si no recibimos la Fuerza de Dios. Por eso, en Cuaresma es necesario y urgente un plan serio de oración y sacramentos: dedicar todos los días un tiempo a la oración mental, comulgar con más frecuencia, realizar una sincera y profunda confesión sacramental... De este modo, con la ayuda de la gracia, los propósitos se irán convirtiendo en realidad, y alcanzaremos la cima de la Semana Santa envueltos en un ambiente de lucha ascética y recogimiento interior. Cuando la Semana Santa llegue, ya todo será cuestión de remansarnos en la Cruz y dejar obrar a Cristo. Él hará el resto. El tomará nuestra mano llagada junto a la suya, también llagada, y sobre sus hombros cruzaremos el umbral de la Muerte para amanecer, en Pascua, resucitados y convertidos, purificados y transformados en personas nuevas. El milagro se habrá realizado.

Definitivamente, necesitamos la Cuaresma.

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